'En el PC Fútbol, como en la vida', por Pedro Zuazua

Me topé con un portátil que, no nos engañemos, no tiré porque pensé que podría servir para volver a jugar a la edición de 2001 -los portátiles de ahora no tienen espacio para cd-. Lo encendí y empecé una partida.

Pedro Zuazua.- Me pase prácticamente todos los sábados de mi adolescencia jugando al PC Fútbol. Por la tarde, cuando la gran mayoría de los chicos y chicas de mi generación salían de casa hacia alguna plaza, bar o discoteca, yo iba a la oficina de mi padre, en la que había un Pentium II, ordenador que por aquel entonces no estaba nada mal.

Solía ir con dos amigos -Alejandro y Alfonso-. Nos citábamos en el portal. Antes de subir, entrábamos al supermercado y comprábamos grasas saturadas en cualquiera de sus acepciones. Llevábamos también la revista Don Balón. Y, en ocasiones, alguna otra publicación con una chica en la portada -no llegaban ni a la calificación de eróticas pero nos parecía el no va más-.

Nos sentábamos frente al ordenador y nos turnábamos con el ratón. Elegíamos cada uno un equipo y nos pasábamos la tarde fichando y vendiendo, ampliando estadios, ensayando tácticas… Fuimos creando, como en todas las relaciones duraderas, un lenguaje propio con el que nos entendíamos. “Quita a Torricelli y pon a Tacchinardi”, decía Alfonso cada cinco minutos, ante una versión del juego que aún no incorporaba la posibilidad de guardar los cambios en la alineación de una jornada para otra.

Fuimos creando, como en todas las relaciones duraderas, un lenguaje propio con el que nos entendíamos. “Quita a Torricelli y pon a Tacchinardi”.

Fuimos evolucionando con el videojuego. Y, al igual que la primera versión -de principios de la década de los 90- no tenía nada que ver con la que cerró la saga en 2001, los tres avanzamos por nuestros caminos. Yo seguía acudiendo puntual cada sábado a mi cita con el ordenador. La asistencia de mis dos amigos comenzó a ser cada vez más esporádica. Hasta que un día dejó de ser porque, como era lógico, lo que sucedía fuera resultaba mucho más interesante. Alfonso se iba al pueblo al que iba en verano. Alejandro empezó a salir.

Seguí jugando y desarrollando una relación ciertamente tóxica con el videojuego. Llegó a tal punto que mis padres me obligaban a salir con mis compañeros de clase los sábados por la tarde. Jugaba hasta las ocho y, después, me acercaba a la discoteca. Tiraba a la basura 500 pesetas -ni bebía ni me interesaba lo que allí sucedía, aunque después aprendí a revender las copas que me daban con la entrada y al menos el huraño que habita en mí recibía alguna recompensa- y estaba dos horas pensando en las ganas que tenía de llegar a casa*.

*Lee el artículo completo de Pedro Zuazua en esta edición de Líbero. A domicilio aquí.